“Sorocabana
blues” de Hugo Burel es la historia de la transformación de Gabriel Keller, narra
el movimiento decisivo de un perfil común, más bien gris y anónimo, al de un
asesino en serie. Una conversión que ya había arrancado en la entrega anterior
que nos dio Burel “Montevideo Noir” (2015). En grandes rasgos, la trama de
“Sorocabana…” se puede sintetizar en las andanzas que tiene Gabriel Keller:
periodista retirado, ex redactor publicitario, viudo, padre de un hijo viviendo
en el extranjero y obsesionado con su joven vecina Beatriz en su cotidianidad,
una rutina que implica resolver el problema de cómo evitar que descubran uno de
sus secretos: un asesinato. Lo curioso del plan para escapar de las leyes de la
justicia es que lo lleva a cometer otros crímenes pasando así a ser a todas
luces un asesino. Y lo acepta, sin drama Keller admite su destino, asiente que
es una parte esencial de su alma. No hay arrepentimiento, es un rumbo nuevo que
la vida le muestra y él está dispuesto a transitarlo. Su propósito inicial es eliminar una
carta-prueba que lo culpa de una muerte y así salir indemne del castigo a la
par que intenta acercarse a Beatriz más allá de un buen y atento vecino, pero
la situación se irá complejizando para eliminar la prueba que lo delata y con
ella sus maneras de salir ileso del escarmiento. Puede que haya desaprovechado
la oportunidad de huir al extranjero y empezar una nueva vida con su hijo, pero
la ilusión de estar con Beatriz es más poderosa y lo retiene. En las acciones
de Keller la frase “Matar por amor” se cumple literalmente, en sus manos el
dicho se torna un móvil de sus decisiones, quizás el principal. Evidentemente
más que amor estamos ante el retrato de una obsesión hacia Betariz por parte de
Keller, llevándolo a eliminar obstáculos que interfieran en su futura
felicidad, a saber, en la consumación del amor y la pasión con su vecina de la
que, por cierto, conoce sus movimientos.
“Soracabana
blues” ejemplifica la idea que tiene Tzvetan Tódorov sobre la novela negra:
“una estructura dual de la que forma parte la historia del crimen y la historia
de la investigación” (1974). Acá ambas historias se permean, tanto criminal y detective
caminan cuidadosamente al mismo son, se encuentran, se miran con recelo,
abriendo el clima de sospecha y tensión propios de este tipo de tramas. La
narración fluye con el movimiento que tiene sus personajes, como si fuera un
juego. Fichas van y vienen reconfigurando el escenario, atentos a todos los
detalles, a cada mínimo gesto. El inspector (Dardo Tomasa) no sobresale en este
vaivén ni seguimos su procedimiento racional de cómo solventar el crimen.
Sospecha de Keller, pero su intuición sin pruebas es voz sin sonido. Espera,
algo impaciente, una equivocación del posible criminal. Hay muchas
coincidencias que ve Tomasa, pero no se ajustan a formar un escenario claro. Los
diálogos ejemplifican la tensión aunque el sospechoso no pierda la calma ante la
mirada de la autoridad policial, entrevistas como formas de viajar a la mente
de los personajes, especialmente a la de Keller y su capacidad de embuste. No
es casual si atendemos que es un hombre preparado: manejaba el idioma como
publicista y como periodista. También en un lector. En uno de los caminos
abiertos por la novela importa la resolución del crimen, pero a la par
sobresale el cómo se perpetuo el mismo y por qué se cometió el asesinato que
llevó a otras ejecuciones.
Hay
motivos explícitos, digamos lógicos que señalan el origen del primer crimen y
también el efecto dominó de muerte que desencadena. Sin embargo, me interesa uno en particular, un
hecho que mueve a Keller a justificar sus acciones: la lectura. Lo atinado de
este transgresor es que no cae en la trampa de los estereotipos. Desde lejos,
Keller se mueve bajo los hilos de la desdicha que trae la soledad y la viudez
dando un personaje más bien inofensivo, subyugado por las circunstancias
personales y colectivas. A primera vista no cumple con el patrón de asesino; aunque,
en rigor, no cumple el modelo de nada pues su existencia está en suspenso, espera
en el umbral de una nueva era a que ésta arranque. Lo que sí sabemos de él es
su pasión por la lectura, aunque ésta sea de un solo libro: “Asesino a sueldo”
de Ned Ballinger que interviene de manera decisiva en su comportamiento. Es la
lectura afectando la realidad, el camino contrario del arte imitando a la vida.
Keller es un lector que difumina la ya delgada línea que separa ficción de
realidad a sabiendas que son instancias no divorciadas del todo. El tratamiento
realista de este tipo de novelas más una cabeza obsesiva y un corazón frustrado
ayuda a la confusión. Más que un libro de “mala literatura” según el juicio de
un personaje librero en “Sorocabana…” es un manual de instrucciones, una voz (
la de Murray Sullivan) que pasa a ser una guía en la vida de Keller. Admira al personaje de “Asesino a
sueldo” por ser un hombre libre entendido esto como alguien que no tiene miedo.
Y sabemos que carecer de ese freno embellece ciertos perfiles, atraen. Incluso
Keller desea que se escriban sus hazañas, así sea, por el momento y bajo
disfraz, en el diario local. Sin duda,
un ejercicio de metaliteratura donde leemos a un asesino que lee un libro de un
asesino. Capas de lecturas que se confunden donde no es esencialmente diferente
la escritura, la lectura y la acción aunque esta última sea condenable por
alterar el orden social.
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